CRÓNICAS “APÓCRIFAS” DE UN PEREGRINO MEDIEVAL
CUARTA ETAPA – POR TIERRAS DE MERINDADES
El día amaneció plomizo. El ventero puso un garabato en la credencial de Guillaume, les preparó un buen puchero de sopas de leche y a la hora de despedirse les agasajó con una cajita de sobaos. Soplaba un aire del norte más que fresco.
-Qué cosas tiene la vida-comentó el bretón-. Nos encontramos en el mismo camino tú, todo un señor cruzado en Tierra Santa, que conoces al papa Juan, y yo un presidiario cargado de fechorías que, si Dios no lo remedia, me costarán la muerte en una mazmorra más, por añadidura, el infierno en la otra vida. Tú dispones de una bolsa de onzas de oro y yo no tengo donde caerme muerto. Tú tienes saberes, mi vida es una pura ignorancia. Pero aquí estamos los dos: bajo el mismo cielo, a merced de los mismos peligros, asomándonos cada uno al precipicio del otro.
Pasaron por Santa Olalla y al llegar a Rebollar Jacques, comentó que allí había un centro de la Orden Hospitalaria de los Caballeros de Jerusalén pero era preciso continuar camino. Llegados a Quintanar una mujer que cogía agua en la fuente les preguntó si subían a Ojo Guareña a ver la cueva de San Tirso y San Bernabé.
-Ya nos gustaría pero el tiempo nos apremia para poder llegar a Santiago.
A Guillaume aquellos paisajes comenzaban a despertarle un so sé qué por dentro: las Merindades le recordaban los campos de la Bretaña. Siguieron los dos peregrinos contándose sus cuitas mientras acumulaban leguas en sus piernas. Decidieron pararse en Villabascones para aliviar los pinchazos del estómago.
Mientras daban cuenta de un rebojo de pan y el último cabo de morcilla que les quedaba en el fardel, Jacques le contó a Guillaume que el nombre del pueblo era debido a que aquella comarca había sido repoblada por vascos que buscaron en aquellos valles una vida mejor al amparo de monasterios y fortines. Un trago de agua de la fuente y de nuevo en camino. Entre cuervas y algún que otro silencio fueron desfilando los pueblos del Camino: Vallejo, Pedrosa, Santelices, San Martín de las Ollas. Bromearon con el apellido de esta aldea, pues cierto era que eran más los días que las ollas. Pero se consolaron porque de todos era sabido que el Camino es una ruta de penitencia: obligada para Guillaume y de pura devoción para Jacques. Presos del cansancio decidieron acabar la Jornada en Virtus ya que, por las informaciones habidas, aquí contaban con una iglesia románica que disponía de un buen portal para pasar la noche.
Llamaron en la primera casa del pueblo para ver de adquirir algo de pan. Salió el ama de casa a la puerta del postigo.
-La paz sea con vos, señora. Podría vendernos un poco de pan? Somos peregrinos a Santiago -dijo Jacques ofreciéndole dos monedas.
Enseguida regresó la mujer con un buen trozo de hogaza recién horneada. Le preguntaron los peregrinos por la casa del arcipreste que, según les dijo, quedaba cerca de la iglesia de Santa María. Picaron a la puerta y salió a recibirlos el clérigo al que le explicaron sus planes de dormir en el pórtico a lo que accedió el párroco. Les dijo que esperaran un momento y al poco el ama de llaves salió con los restos del tocino sobrante del cocido de mediodía.
-Dios se lo pague- dijeron al unísono los dos peregrinos y se dirigieron al pórtico. Se sentaron en el dintel. Untaron dos rebanadas de pan con el torrezno arciprestal que les supo a tocinillo de cielo. Después aderezaron sus lechos penitenciarios y se acostaron mirando al cielo raso en el que se desplegaba en toda su hermosura la Vía Láctea.