LAS SIRENAS DE VALDETUÉJAR
Esta leyenda junto con la colección de canecillos de carácter sexual de la Colegiata de San Pedro en Cervatos significa el toque erótico del Viejo Camino. También encontramos un canecillo de lo más viril en la iglesia de Coladilla (ruta de S. Atilano). Desde los más antiguos tiempos el peregrinaje ha contado con toda suerte de experiencias porque somos humanos y la carne es débil.
Según la tradición muy repetida en los pueblos que rodean Peñacorada, San Guillermo,un monje huido de Sahagún, hizo vida de eremita en estas montañas y dio origen al monasterio de Santa María de los Valles (tal vez la actual Virgen de la Velilla) del que fue abad. Estamos hablando de los tiempos medievales (S. X-XII). Muchos eran los peregrinos que por aquellas tierras del Valle del Hambre pasaban camino de Santiago y que podían ser acogidos en el albergue del monasterio de San Martín . En cierta ocasión llegaron unas peregrinas pidiendo hospedaje. Parece ser que el castigo del camino no había sido suficiente como para desbravar aquellos cuerpos lozanos. Así que sedujeron con sus muchas artimañas a otros tantos monjes con los que retozaron toda la noche.
Seguramente aquello no era nada nuevo (siendo mal pensados podríamos suponer que las susodichas peregrinas ya venían informadas) porque el abad Guillermo, que ya tenía la mosca en la oreja, espió a los frailes y confirmó sus sospechas. Conocedor como era el Santo de las cosas divinas, tuvo muy en cuenta cómo se las ha gastado Dios desde los tiempos del Paraíso Terrenal en asuntos pecaminosos: mano dura y castigo al canto. A la mujer por inductora y malévola, y al hombre por tonto y flojo. Pero dejando siempre claro quién es el más culpable.
Así pues San Guillermo, con los poderes que le venían de lo alto, convirtió a las pecadoras en sirenas del rió Tuéjar (los más estrictos en mitologías dicen que no son sirenas sino ninfas que son las que reinan en aguas dulces). Encontraréis dos en el exterior de la torre y otras dos encima del pórtico. Si por allí pasáis en la noche de San Juan y oís croar en el río o en el lago, pensad que no son renagueis, sino sirenas transgénicas que purgan su lascivia por los siglos de los siglos sin que puedan ser redimidas por un príncipe azul por más peregrino que sea. Otra tradición fija la noche de San Martín como la noche de los encantamientos: sean ninfas o sirenas lo cierto es que se concitan para hacer sus cánticos. Así que los lugareños no se atreven a acercarse al río Tuéjar por miedo a que las peregrinas trasmutadas los rapten para siempre bajo las frías aguas.
A los monjes los dejó en su cuerpo mortal, pero como castigo y antídoto de su debilidad los sometió a trabajos forzados: tendrían que construir la iglesia de San Martín y en sus capiteles y cornisas esculpirían las sirenas para memoria de su pecado y testimonio de las generaciones futuras. (foto Rafa y Rosi)
NOTA HISTÓRICA: Los hechos que aparecen en la leyenda no son la invención de una mente anticlerical ni suponen un acontecimiento singular o extraño en la época medieval. Los monasterios cluniacenses (S. X), fruto de la reforma de la orden de S. Benito, habían ido degradándose progresivamente. La influencia de la nobleza y la corrupción moral llevaron a los cenobios una relajación de costumbres nada acorde con la vida espiritual. En la iglesia la jerarquía eclesiástica estaba infectada de simonía y nicolaísmo (matrimonio o amancebamiento de clérigos ).
A lo largo de toda la Edad Media los conventos se fueron llenando de gentes sin verdadera vocación, entendiendo por esta palabra la intención firme y resolutiva de entregarse a una vida espiritual profunda de dedicación exclusiva, aunque para ello tuvieran que renunciar a comodidades y gozos corporales: la castidad era, tal como aparece en las Partidas de Alfonso X (S. XIII), el mejor salvoconducto para la salvación de las almas. El hecho es que en los cenobios ingresaban muchos nobles movidos por el prestigio, los privilegios, la seguridad y la relativa comodidad de la vida monástica. Los hijos menores varones de las familias nobles y acomodadas a los que no les gustaban las armas, no tenían otra opción que la vida monacal. Las hijas poco agraciadas de los estratos superiores de la pirámide feudal que quedaban fuera de la circulación se acogían a los monasterios, que en pago por la buena obra recibían importantes dotes no sin la contrapartida de dejar sentir la influencia y tutela de la donante y su familia. Para los siervos y gente de la gleba entrar en el convento suponía la única puerta de salida para escapar del hambre y de la miseria propios de su estamento: dentro del recinto monacal la comida estaba asegurada, las comodidades eran mayores y mejores, y la disciplina y austeridad de la Regla nada tenían que ver con el régimen de esclavitud que soportaban en la base piramidal. Doncellas a las que se les estaba pasando el arroz y se sentían amenazas por el destino de vestir santos, mozas sin dote para poder realizar sus sueños, viudas que se sentían “obligadas” a desaparecer de su entorno para salvar su buen nombre, nutrieron en gran manera los monasterios medievales. Era el mejor caldo de cultivo para que el vicio y la concupiscencia florecieran intensiva y extensivamente, casi sin necesidad de que el Maligno incentivara la producción (y la reproducción).
Muestra de esta connivencia son los denominados “monasterios dúplices” en los que vivían en buena vecindad monjes y monjas sometidos a la misma autoridad y a la misma Regla. Monasterios tan conocidos como Sta. Mª la Real (Aguilar de Campoo), S. Millán de la Cogolla (Rioja), S. Salvador de Oña (Burgos) funcionaban en este régimen. Se alojaban en edificios diferenciados y oficialmente tan sólo compartían los actos de culto; pero el trasvase era posible y una especie de ley “Schengen” no escrita toleraba el tránsito en ambas direcciones. Así que estaba a la orden de la noche los intercambios de fluidos citándose el personal en los muchos recovecos que ofrecía el monasterio, al amparo y con la complicidad de la red que formaban quienes «cojeaban del mismo pie», cosa que permitía librarse de los castigo físicos y espirituales a los que eran sometidos los pillados in fraganti, como ocurrió a los monjes de nuestra leyenda. Por otra parte el perdón de los pecados permitía el borrón y cuenta nueva siendo un buen antídoto contra los remordimientos de conciencia . En esta narración no se entra en juicios de valores ni en el análisis histórico de los orígenes y significación sociopolítica de este tipo de monasterios.
Las reformas de S. Bernardo de Claraval en los inicios del siglo XII, el I Concilio de Letrán (1123), las tesis de Lutero (1517), el Concilio de Trento (1545-63) intentaron poner freno a unas prácticas clericales que se mantuvieron no obstante de manera notoria hasta el Papado de Alejandro VI (S. XV) y Julio II (S. XVI).
La leyenda de las sirenas del Tuéjar tiene una historia paralela en el conocido caso del escándalo de la monja Watton allá a mediados del siglo XII. Esta monja celestina se dedicaba a concertar encuentros amorosos entre sus hermanas y un fraile lego que debía ser el macho alfa del convento, servicios por los que al parecer cobraba en especie ya que cuando se destapó la olla podrida sor Watton estaba embarazada. Las crónicas no relatan los detalles del escenario, por lo que no podemos saber si los desahogos tenían lugar en la iglesia, en las celdas o en alguna área de servicios. El usufructo de los legos parece que era frecuente ya que se editaron leyes al respecto. El final de esta historia difiere mucho del tratamiento que le dio S. Guillermo. Ya en aquellos tiempos Europa tenía sus toques feministas: las monjas (no se sabe cuántas ni cuáles) descargaron su ira, en un acto de ejemplar venganza, sobre el cuerpazo de aquel lego metrosexual. No hay constancia de las secuelas en el monjerío femenino convicto y confeso.
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